martes, 29 de enero de 2008

Agrio Silencio (Poesía XXIV)


 

Agrio silencio

 

Tengo un mensaje para ti,

palabras que he dicho muchas veces hoy,

pero debo callar y no sé cómo,

es necesario un silencio que me ahoga y te aleja.

 

Porque mis señales se vuelven proyectiles,

mis deseos se mezclan con los tuyos,

tus sospechas se transforman en certezas

y se gestan huracanes, todo vuela... y mi cabeza.

 

He visto ante mis ojos el devastador efecto de mis holas,

el silencio que sucedió a mis tormentas,

las piezas del juego caídas levantándose otra vez,

un mar de corazones escondido en el silencio.

 

Ascienden las palabras por mi pecho,

se ahogan en mi garganta rígida,

se mueren en mi boca cerrada por precaución

y regresan al estómago, y regresan a mi boca...

 

Trágicas, dramáticas, ridículas escenas

se recrean en mi cine de espectador solitario,

llantos absurdos, cálculos intrascendentes,

caricias de lenguas bífidas, y horrores mentales varios.

 

Los sueños despiertos por mis dichos

se volvieron catacumbas del cariño,

y mis manos se quedaron con la muerte del vacío,

y mis besos huérfanos de amor.

 

El cristal de las vidrieras tiembla otra vez,

mi puño, mis puntapiés, mi explosión, mi destino

me empuja contra el vidrio que sé que estallará,

pero algo dice en mí: “que sea en silencio”

 

Tengo un mensaje para ti,

pero debo callar y no sé cómo.

 

Pablo Rego ©2008

lunes, 21 de enero de 2008

Cuento I

 


Salto a la nada.

Rashid quería que su vida tuviera un final destacado, que llamara la atención, quería dar un último golpe de impacto y que su nombre apareciera en la primera plana de los periódicos de París.

Su corta existencia no había sido placentera ni satisfactoria para él. Su infancia en un barrio de las afuera de la ciudad no había sido especialmente feliz. Su familia había heredado los complejos de los inmigrantes, todos hijos en tierras extrañas, venidos de Argelia y trasplantados a una sociedad que había sido amable a medias con ellos. Rashid era tercera generación de esta familia recreada en tierras extrañas, pero su barrio estaba signado por su cultura y la religión musulmana de la que formaba parte.

Él, sus hermanos y sus primos asistían cada día al colegio como todos los niños franceses, compartía las costumbres sociales y sentía el mismo deseo de relacionarse y de compartir que el resto. Había tenido que aprender que su nombre, su aspecto y el barrio del que provenía marcaban su cotidianidad de una manera que no siempre era agradable; en muchas ocasiones llegaba a ser desagradable.

Los niños de su entorno vivían todo aquello con una naturalidad que provenía de unas reglas de juego que sus familias habían sabido asumir y enseñar con el tiempo. La sensibilidad de Rashid era diferente. Lo que a otro podía parecerle normal o intrascendente, él lo vivía con un profundo dolor y una sensación de injusticia que le perforaba el alma sin anestesias posibles.

Con el correr del tiempo el niño convertido en muchacho percibía los aspectos más profundos de las personas y pronto se vio atraído por una hermosa adolescente de familia tradicionalmente  parisina. Aquel episodio le significó el primer revés del amor, pero también un duro golpe a su autoestima y a su forma de vivir en esa sociedad.

Condenado por la sociedad a elegir amigos, mujer y trabajo dentro del entorno de su cultura Rashid desarrolló un fuerte resentimiento hacia todo lo que lo rodeaba. Discutía a menudo con sus padres y hermanos más grandes, rechazaba muchos de los parámetros que el colegio secundario le brindaba como normas fundamentales de desarrollo y convivencia y la incomodidad que padecía cada día por no sentirse libre lo convertía en un incomprendido.

Pasados sus veinte años de edad, Rashid había construido una personalidad que no encajaba ni en el seno de su cultura ni en el resto de la sociedad. Deseaba lo que le había sido negado por cuestiones raciales y religiosas y rechazaba su sensación condicionante de ciudadano de segunda clase. No conseguía los empleos que quería y los que parecían ser para él le provocaban una rabia que crecía con cada comentario u oferta.

Pero su actitud no le había resultado de gran ayuda para crecer y llegar a encontrar las herramientas necesarias para competir en una sociedad que sólo le proponía reglas de juego que no le eran útiles a sus circunstancias. Sumido en un estado de complejidad emocional y conductiva su mente estaba ocupada por muchos conflictos que no tenían solución para él. La ayuda que le ofrecían no le servía de mucho y no obtenía la que necesitaba.

Una mañana salió a recorrer la ciudad. Anduvo por los sitios que solía visitar desde pequeño y siguió andando rumbo al centro. Miraba los modernos edificios de la zona financiera, los escaparates de las tiendas más lujosas, el movimiento de los miles de turistas que invaden París cada día, recorriendo el Sena de un extremo al otro, inundando los edificios y los parques, formando parte de una realidad que Rashid, en su propia casa, no llegaba a comprender.

Sentía curiosidad, deseaba saber lo que no sabía para entender, quería comunicarse de una manera correcta con la gente de una sociedad que lo contaba, pero que no lo incluía. Y en medio de un aturdimiento plagado de preguntas sin responder llegó a la conclusión de que su vida no tenía valor. Se convenció de que su familia no lo comprendía y no lo echaría de menos por su comportamiento conflictivo. Pensó que vivir era el castigo más grande que podía haber sufrido en esta existencia. Y miró el funcionamiento de la sociedad.

Frente a la torre Eiffel se quedó mirándolo todo. Los autobuses descargaban a cientos de personas que hacían colas interminables para ascender al monumento. Sonreían ante las cámaras de foto. Gritaban. Corrían desaforados para llegar a disfrutar de un paseo que Rashidn nunca había sentido que le correspondiera.

Luego de observar por unas horas todo aquello pensó que él nunca había leído o escuchado la noticia de que alguien hubiera saltado desde las alturas de la torre y pensó que sería una forma de dejar en claro su pensamiento ante todo el mundo conocido por él. Pensó que saldría en la prensa, que su imagen o su nombre llegaría a su familia a través de las noticias, que la sociedad se impactaría al ver la noticia de que un hombre había saltado desde el monumento al turismo parisino que quedaría manchado de muerte, que se volvería interesante por una cuestión humana, que cobraría otro aspecto a partir de ese entonces.

Esa tarde regresó andando a su casa mientras continuaba recorriendo los diferentes barrios glamorosos de París. Y mientras andaba afirmaba sus valores e ideas recientemente adquiridos por él desde el propio círculo vicioso de su mente. A la mañana siguiente abrió el bolso de su madre y tomó el dinero preciso para ascender al segundo piso de la torre desde donde la altura es suficiente para morir en la caída. Recorrió las mismas calles que el día anterior, esta vez más decidido y con un paso más firme. Con el fío y brumosos clima del invierno parisino a orillas del Sena hizo la cola para entrar a la torre. Sacó el ticket e ingresó por primera vez en su vida a la zona de visita. Esperó su turno para subir al ascensor y accedió por fin a la segunda planta junto con el grupo de turistas de ese momento. Decidido y a gran velocidad trepó ágilmente por la reja de seguridad y ante el asombro de unos y el horror de otros se detuvo en el preciso instante que apareció ante sus ojos la majestuosidad de la ciudad que admira todo el mundo y que para él había sido su cárcel, su condena desde siempre.

El griterío de los presentes se sumó a los imperativos de “¡bájese!” del personal de seguridad. La tensión en su interior aumentaba cada vez que se planteaba el momento exacto del salto. La gente desesperaba con cada gesto o amague. La confusión se apoderó de todos, también de Rashid que ante su propia desesperación y decisión tuvo la reacción que se había forjado en él durante toda su vida.

Saltó.

Los turistas habían sido apartados del lugar. Salvo el personal del lugar, nadie lo vio saltar. Ni la televisión ni la radio ni el periódico publicaron esa noticia. Nadie reflejaría tan desagradable asunto justo en el sitio símbolo de la ciudad, para muchos, más hermosa del mundo.

Pablo Rego - © 2008

domingo, 6 de enero de 2008

Poesía XXIII

 


Del otro lado

 

Puedo verme, al fin, del otro lado,

con una verdadera soledad por testigo,

con un fuerte deseo de un sueño vivo por guía,

destramando los disfraces de fina confección de acero.

 

Puedo recordar lo que susurros me pidieron,

lágrimas, silencios, portazos, abrazos,

ensayo un mudo ademán en consonancia

y escucho  lo que entonces esas voces me decían.

 

Canto la canción desesperada de los amantes ignorados,

dibujo con mis dedos en el aire los paisajes que siento solitario,

sigo con mi mirada simple el camino de las hojas del otoño

y recuerdo, y ando silencioso sin pedir aquello que pedía.

 

Los astros se acomodan, danzan sin pensar, no se preguntan,

los hombres, como astros, se adhieren a sus vidas aparentes,

pero con miedo... a la muerte, a la soledad, al final...

a la vida que no está escrita... que no se ve con los ojos del silencio.

 

Desde mi bosque oscurecido por la noche que retorna

veo las casitas refugiadas entre el frío ausente de lo humano.

Lucecitas que proyectan ráfagas de un ensueño luminoso

llegan a mis ojos, modifican las sombras, suman un cuadro a la ficción.

 

El oro sigue brillando porque es ese su destino,

el amor es un dulce fruto que sabe verdad y a incertidumbre,

la vida es un leño que arde según el árbol de su vida...

no quiero ver con otro ojos que los míos, no puedo.

 

No brilles para mí ni para otros, no actúes siempre,

no dejes huérfano el viento que lleva tus palabras,

no corras a los precipicios para regresar ante el vértigo

no huyas de tu destino, no te ignores; mírame, mírate.

 

Yo viví verdaderas fantasías sugerentes y engañosas,

anduve de verdad sobre las nubes y volé siempre que pude,

fue cierta la visita del amor cada vez que amé, y mi fe,

 y la falta de fe de los ojos que me ven sin mirar el horizonte.

 

Como un veneno que sube lentamente desde la tripa

veo escenas falsarias, teatrales, figuritas de plástico modernas,

veo almas confundidas en sus cuerpos, cuerpos que se ven,

cáscaras humanas que esconden corazones y ocultan sentimientos.

 

Huesos y suspiros, latidos de todos los tiempos, mis manos de siempre,

la esperanza cansada y vieja, los sueños vividos y los olvidados, La verdad:

Todo del mismo lado, del mío, del que se va y se queda conmigo.

En la otra orilla estoy mirándome y, quizá, ignorando el amor amargamente.

 

Pablo Rego © 2008