lunes, 21 de enero de 2008

Cuento I

 


Salto a la nada.

Rashid quería que su vida tuviera un final destacado, que llamara la atención, quería dar un último golpe de impacto y que su nombre apareciera en la primera plana de los periódicos de París.

Su corta existencia no había sido placentera ni satisfactoria para él. Su infancia en un barrio de las afuera de la ciudad no había sido especialmente feliz. Su familia había heredado los complejos de los inmigrantes, todos hijos en tierras extrañas, venidos de Argelia y trasplantados a una sociedad que había sido amable a medias con ellos. Rashid era tercera generación de esta familia recreada en tierras extrañas, pero su barrio estaba signado por su cultura y la religión musulmana de la que formaba parte.

Él, sus hermanos y sus primos asistían cada día al colegio como todos los niños franceses, compartía las costumbres sociales y sentía el mismo deseo de relacionarse y de compartir que el resto. Había tenido que aprender que su nombre, su aspecto y el barrio del que provenía marcaban su cotidianidad de una manera que no siempre era agradable; en muchas ocasiones llegaba a ser desagradable.

Los niños de su entorno vivían todo aquello con una naturalidad que provenía de unas reglas de juego que sus familias habían sabido asumir y enseñar con el tiempo. La sensibilidad de Rashid era diferente. Lo que a otro podía parecerle normal o intrascendente, él lo vivía con un profundo dolor y una sensación de injusticia que le perforaba el alma sin anestesias posibles.

Con el correr del tiempo el niño convertido en muchacho percibía los aspectos más profundos de las personas y pronto se vio atraído por una hermosa adolescente de familia tradicionalmente  parisina. Aquel episodio le significó el primer revés del amor, pero también un duro golpe a su autoestima y a su forma de vivir en esa sociedad.

Condenado por la sociedad a elegir amigos, mujer y trabajo dentro del entorno de su cultura Rashid desarrolló un fuerte resentimiento hacia todo lo que lo rodeaba. Discutía a menudo con sus padres y hermanos más grandes, rechazaba muchos de los parámetros que el colegio secundario le brindaba como normas fundamentales de desarrollo y convivencia y la incomodidad que padecía cada día por no sentirse libre lo convertía en un incomprendido.

Pasados sus veinte años de edad, Rashid había construido una personalidad que no encajaba ni en el seno de su cultura ni en el resto de la sociedad. Deseaba lo que le había sido negado por cuestiones raciales y religiosas y rechazaba su sensación condicionante de ciudadano de segunda clase. No conseguía los empleos que quería y los que parecían ser para él le provocaban una rabia que crecía con cada comentario u oferta.

Pero su actitud no le había resultado de gran ayuda para crecer y llegar a encontrar las herramientas necesarias para competir en una sociedad que sólo le proponía reglas de juego que no le eran útiles a sus circunstancias. Sumido en un estado de complejidad emocional y conductiva su mente estaba ocupada por muchos conflictos que no tenían solución para él. La ayuda que le ofrecían no le servía de mucho y no obtenía la que necesitaba.

Una mañana salió a recorrer la ciudad. Anduvo por los sitios que solía visitar desde pequeño y siguió andando rumbo al centro. Miraba los modernos edificios de la zona financiera, los escaparates de las tiendas más lujosas, el movimiento de los miles de turistas que invaden París cada día, recorriendo el Sena de un extremo al otro, inundando los edificios y los parques, formando parte de una realidad que Rashid, en su propia casa, no llegaba a comprender.

Sentía curiosidad, deseaba saber lo que no sabía para entender, quería comunicarse de una manera correcta con la gente de una sociedad que lo contaba, pero que no lo incluía. Y en medio de un aturdimiento plagado de preguntas sin responder llegó a la conclusión de que su vida no tenía valor. Se convenció de que su familia no lo comprendía y no lo echaría de menos por su comportamiento conflictivo. Pensó que vivir era el castigo más grande que podía haber sufrido en esta existencia. Y miró el funcionamiento de la sociedad.

Frente a la torre Eiffel se quedó mirándolo todo. Los autobuses descargaban a cientos de personas que hacían colas interminables para ascender al monumento. Sonreían ante las cámaras de foto. Gritaban. Corrían desaforados para llegar a disfrutar de un paseo que Rashidn nunca había sentido que le correspondiera.

Luego de observar por unas horas todo aquello pensó que él nunca había leído o escuchado la noticia de que alguien hubiera saltado desde las alturas de la torre y pensó que sería una forma de dejar en claro su pensamiento ante todo el mundo conocido por él. Pensó que saldría en la prensa, que su imagen o su nombre llegaría a su familia a través de las noticias, que la sociedad se impactaría al ver la noticia de que un hombre había saltado desde el monumento al turismo parisino que quedaría manchado de muerte, que se volvería interesante por una cuestión humana, que cobraría otro aspecto a partir de ese entonces.

Esa tarde regresó andando a su casa mientras continuaba recorriendo los diferentes barrios glamorosos de París. Y mientras andaba afirmaba sus valores e ideas recientemente adquiridos por él desde el propio círculo vicioso de su mente. A la mañana siguiente abrió el bolso de su madre y tomó el dinero preciso para ascender al segundo piso de la torre desde donde la altura es suficiente para morir en la caída. Recorrió las mismas calles que el día anterior, esta vez más decidido y con un paso más firme. Con el fío y brumosos clima del invierno parisino a orillas del Sena hizo la cola para entrar a la torre. Sacó el ticket e ingresó por primera vez en su vida a la zona de visita. Esperó su turno para subir al ascensor y accedió por fin a la segunda planta junto con el grupo de turistas de ese momento. Decidido y a gran velocidad trepó ágilmente por la reja de seguridad y ante el asombro de unos y el horror de otros se detuvo en el preciso instante que apareció ante sus ojos la majestuosidad de la ciudad que admira todo el mundo y que para él había sido su cárcel, su condena desde siempre.

El griterío de los presentes se sumó a los imperativos de “¡bájese!” del personal de seguridad. La tensión en su interior aumentaba cada vez que se planteaba el momento exacto del salto. La gente desesperaba con cada gesto o amague. La confusión se apoderó de todos, también de Rashid que ante su propia desesperación y decisión tuvo la reacción que se había forjado en él durante toda su vida.

Saltó.

Los turistas habían sido apartados del lugar. Salvo el personal del lugar, nadie lo vio saltar. Ni la televisión ni la radio ni el periódico publicaron esa noticia. Nadie reflejaría tan desagradable asunto justo en el sitio símbolo de la ciudad, para muchos, más hermosa del mundo.

Pablo Rego - © 2008

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