viernes, 18 de diciembre de 2020

"Carpe Diem" (Aprovecha el día) o "No te detengas", el poema atribuido a Walt Whitman que aparece en "La sociedad de los poetas muertos"

El término "Carpe Diem" es famoso en nuestro tiempo gracias a su aparición reiterada y destacada en la película "La sociedad de los poetas muertos" Es es una frase atribuida originalmente al poeta latino Horacio (65 - 8 a. de C.), quien, en el primer Libro de las Odas, aconseja a su amiga Leucone: “Carpe diem, quam minimim credula postero”, que se traduce como: “Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana”.

La película mencionada, en la que el protagonista Robin Willams interpreta al profesor Keating, contiene dentro de su profundo y hermoso libreto gran cantidad de las frases de un poema llamado "No te detengas" o "Carpe Diem" del que habitualmente se dice que fue escrito por el gran poeta norteamericano "Walt Whitman" (1819-1892), pero en la antología completa de Whitman llamada "Hojas de hierba" no puede encontrarse dicho poema; aunque sí a lo largo de la película en cuestión.

"Carpe Diem" (Aprovecha el día) ó "No te detengas"

No dejes que termine sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz,

sin haber alimentado tus sueños.

No te dejes vencer por el desaliento. No permitas que nadie te quite el
derecho de expresarte, que es casi un deber.
No abandones tus ansias de hacer de tu vida algo extraordinario…

No dejes de creer que las palabras y la poesía, sí pueden cambiar al
mundo; porque, pase lo que pase, nuestra esencia está intacta.

Somos seres humanos llenos de pasión, la vida es desierto y es oasis.
Nos derriba, nos lastima, nos convierte en protagonistas de nuestra
propia historia.

Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa.
Y tú puedes aportar una estrofa…

No dejes nunca de soñar, porque sólo en sueños puede ser libre el
hombre.

No caigas en el peor de los errores: el silencio. La mayoría vive en un
silencio espantoso. No te resignes, huye…

“Yo emito mi alarido por los tejados de este mundo”, dice el poeta;
valora la belleza de las cosas simples, se puede hacer poesía sobre las
pequeñas cosas.

No traiciones tus creencias, todos merecemos ser aceptados.
No podemos remar en contra de nosotros mismos, eso transforma la
vida en un infierno.

Disfruta del pánico que provoca tener la vida por delante.
Vívela intensamente, sin mediocridades.

Piensa que en ti está el futuro, y asume la tarea con orgullo y sin
miedo.

Aprende de quienes pueden enseñarte. Las experiencias de quienes se
alimentaron de nuestros “Poetas Muertos”, te ayudarán a caminar por
la vida.

La sociedad de hoy somos nosotros, los “Poetas Vivos”.
No permitas que la vida te pase a ti, sin que tú la vivas…

-Imagen: Freepik.com 

Imagina, letra de la canción "Imagine" de John Lennon, adaptada a poesía.



Imagine (Imagina)

Imagina que no existe el paraíso,
es fácil si lo intentas.
Ningún infierno bajo nosotros,
por encima de nosotros solo El Cielo.

Imagina a toda la gente
viviendo en el presente.

Imagina que no hay países,
no te va a resultar difícil.
Nada por qué matar o morir
y tampoco ninguna religión.

Imagina a toda la gente
viviendo la vida en paz.

Imagina que no existen las posesiones,
me pregunto si puedes hacerlo.
Que no hay necesidad de codicia o de hambre,
una hermandad de los seres humanos.

Imagina a toda la gente
compartiendo todo el mundo.

Puedes decir que soy un soñador,
pero no soy el único.
Espero que algún día te unas a nosotros
y el mundo vivirá como uno.

Imagine” John Lennon y Yoko Ono.
Del álbum “Imagine” de 1971

martes, 25 de agosto de 2020

La pianista, una historia de mi infancia y la memoria de mi padre.

por Pablo Rego | Contemplo silencioso el poder creativo de una artista que convoca con su piano a un público real mediante la virtualidad. Será el toque, la manera de atacar, será el sonido potente de sus manos sobre el teclado. La música es uno de los tantos misterios que los humanos hemos recibido como talentos o regalos divinos y cuando esa magia cobra vida colapsa la lógica de la mente.

La pianista abarca el teclado, lo despierta de su aparente inmovilidad y le da la vida a través de una vibración que anima a las cosas. El sonido, que entra y sale por los dispositivos mediante una transmisión en vivo de una masiva aplicación de red social, es tan curiosamente parecido al de un viejo grabador de cinta abierta que su genialidad inspiradora de cada interpretación genera en mi mente una búsqueda inconsciente de momentos felices que alguna vez fueron registrados en mi memoria.

Pero es este sonido y no otro. Un sonido de tangos en un piano. Un sonido que pasa por una estrechez tecnológica, pero sin interrumpir la música. En este tiempo estamos todos un poco enajenados, pero la artista se enajena de la enajenación en esos ratos de interpretación magistral, casi divina, dando todo de sí; se nota que lo da.

Y quizá sea esa la pasión que tenía mi viejo cuando tocaba sus tangos con tanta fuerza, como volando, porque al tocar esos tangos de Di Sarli, de Fresedo o de Firpo que tanto le gustaban, se revelaba contra las reglas elitistas de la interpretación de la música clásica (que escuchaba día y noche en la radio en su taller) que tanto lo habían torturado hasta convertirse en concertista solista en su adolescencia.

Ahora, la pianista crea un clima íntimo, de teatro-living, en su casa, a través de una imagen pequeña, en donde se ve la izquierda en la derecha y la derecha en la izquierda, la imagen a través de la pantalla de un paisaje segmentado que poco a poco se va transformando en una translucidez de una vida vivida en primera persona. Ese clima de disfrute verdadero del artista y del oyente, típico de una sobremesa de sábado a la noche o domingo al medio día.

Eso que tocaba mi papá, “La casita de mis viejos”, “María”, “Griseta”, entre muchos otros, van sonando. La artista, ahora, los va tocando, sacándolos de su memoria o accediendo a pedidos de admiradores conectados, con esa pasión que reconozco, auténtica.

Y me voy, me quedo mirando la nada, escuchando su impresionante interpretación, su conocimiento de la cultura que le permite sacar versiones de la galera, ahí mismo, ahí nomás, llenando los huecos mentales de las partituras con ingenio inteligente y repentización de barrio.

El sonido que me llega me hace recordar a mis tiernos cuatro, cinco o nueve años, cuando mi viejo se sentaba a tocar en el living de la casa de mi abuela o en la casa de sus tías en el barrio porteño de  Flores. Todos parábamos la fiesta. Todos escuchábamos. Como escucho ahora, casi en otra dimensión, a la música que está en su propia dimensión.

Durante años atesoré ese recuerdo de papá tocando el piano para a la familia y los amigos. Luego las cosas cambiaron y aquella época se transformó en entonces en eso, en un bello recuerdo de mi infancia porque la familia cambió, esas mesas de aquellas reuniones dejaron de existir y mi viejo no tocó más esos tangos para todos.

Tanto me esforcé en conservar aquellos recuerdos que llegué estudiar el piano, a preparar intensamente el examen para rendir ciclo en el viejo Conservatorio Nacional de Música Carlos  López Buchardo, a estudiar allí la música que mi papá había estudiado. Yo tenía entonces varios más de veinte años de edad e iba a tocar el viejo piano-pianola  triste y solitario de la casa mi abuela, que se me hacía abandonado. Y luego de un tiempo no toqué más, sin saber por qué, como tampoco sabía entonces que el impulso para darle vida a la música en el piano tenía mucho que ver con rescatar aquellos momentos únicos de mi infancia.

Era la década de los setenta. Alguien cercano a la familia que tenía un grabador de cinta abierta registró una de las sesiones mágicas de tangos, valses y milongas con mi viejo al piano, rodeado del cariño y la admiración de sus seres queridos. Tiempo después la reproducción de aquella grabación se me hacía fascinante. La tecnología casera de aquel entonces, aquellos micrófonos y el sonido de la cinta magnética dejaron grabado a fuego un registro que revivió a través de la escucha en una nueva situación, un sonido en vivo captado de manera casera como aquel, pero que ahora viaja por las redes y se escucha en directo.

Conocía a la artista convocante, pero la reconocí a través de sus conciertos en vivo, así, en cuarentena, a cientos de kilómetros de mi Buenos Aires natal, conectando con esas vibraciones, con esas frecuencias que trajeron a mi memoria del corazón a mi padre, que se fue hace poco, en medio de las restricciones de la declarada pandemia, pero también exorcizando una historia de décadas en mi vida, los motivos por los que movía cielo y tierra, hace un tiempo atrás, para que el piano sonara como cuando era un pibe y por los que un día dejé de tocar.

La pianista me contó una historia metafísica de mi propia vida, de la música, de mi familia que yo mismo desconocía. Con su arte sincero, con su compromiso por con las formas del misterio de la música, con la alquimia de la interpretación de un mundo cultural que compartimos y que ella hace vivir con el sólo hecho de liberarse sobre el teclado para dejar salir tantas horas de estudio, tanta pasión, tanto corazón.

Gracias Marina Ruiz Matta, escucharte fue un viaje y te sigo escuchando, mientras escribo, mientras te pido que toques “Bahía Blanca” y lo bordás, porque el sonido de tu piano acaricia mi alma y me ayuda a andar más liviano… y más emocionado,  también. Gracias.

©Pablo Rego (agosto de 2020)


sábado, 4 de abril de 2020

Cómo ponerse un pantalón.


por Pablo Rego | Uno da por sentado que ponerse un pantalón es algo simple. Siendo adultos llevamos mucho tiempo vistiéndonos y pasando las piernas a través de esos tubos de tela que acaban cubriéndolas, calzando la prenda, acomodándola a nuestro cuerpo.

Si lo intelectualizamos y lo describimos como lo hizo genialmente Julio Cortázar en “No se culpe a nadie”, en donde relata la lucha encarnizada del hombre, la mente, las emociones y el pullover, o en “Instrucciones para subir una escalera”, en donde cualquier mecánica del cuerpo despojada de la percepción se vuelve absurda, el proceso deja de ser espontáneo y automático, desmembrándose en pequeños pasitos que, a lo mejor, nos ha llevado mucho tiempo incorporar, aunque lo hayamos olvidado.

Cuando los humanos transmitimos costumbres a los niños pequeños, digamos de unos tres años de edad, lo hacemos a través del ejemplo físico, la demostración que incluye el aprendizaje  empírico. Pero también lo hacemos a través del intelecto, porque somos intelectuales y utilizamos ese recurso como algo natural.

Cómo ponerse un pantalón: «agarrá la cintura (del pantalón) y pasá una pierna». El niño toma la prenda y lo primero que hace es enredarse en la parte externa del pantalón y caer al suelo sin siquiera llegar a meter el pie dentro. Sentado en el piso le ha quedado una pierna por debajo del pantalón, que continúa sosteniendo por su cintura, y la otra por encima. Y mira como si el pantalón lo estuviera atacando o fuera un ser poco domesticado, pero a la vez intenta procesar las instrucciones que va recibiendo para darle las correctas directivas a su propio cuerpo y cumplir con el cometido.

«Vamos de nuevo, yo te tengo el pantalón y vos metés un pie para que puedas pasar así toda la pierna». Introduce el pie y se le queda atorado en el primer pliegue, de una tela blanda en este caso. Con el tobillo medio doblado intenta seguir realizando la tarea encomendada trabándosele completamente el pie, que accede a la pierna del pantalón totalmente cruzado. «No, no va. Sacá el pie de ahí».

Ahora, volviendo a foja cero, estamos enredados los dos. Yo sosteniendo el pantalón, ya no sé bien por dónde, y el niño completamente desligado de la prenda, intentando comprender cómo hacer para pasar las piernas por esos túneles de tela mientras sigue mis instrucciones que no sé si son tan claras como a mí me lo parecen.

Para mí es algo muy sencillo y se lo explico como algo al pasar, sin entrar mucho en detalles. Para él hay todo un esfuerzo en la comprensión, falta de experiencias para utilizar como guía al momento de movilizar su cuerpo y una carga emocional completamente diferente a la mía. Para mi es simplemente ponerse un pantalón, pequeñito, con la torpeza normal de un niño, pero una de miles de veces. Para él es un desafío nuevo, algo que no comprende ni con el cuerpo ni con el intelecto, sin siquiera estar muy convencido de lo que está haciendo.

Otro intento. Una de mis manos empieza a moldear a una de las piernas del pantalón para que, mientras ingresa el pie, la prenda vaya abriéndole camino, amoldándose a la forma de la parte del cuerpo que sea que esté pasando por allí.

Con una mirada medio perdida, a medida que un décimo de la tarea se va cumpliendo, el niño parece temer que su cuerpo ya no vaya a ser el mismo. «Seguí, seguí que vamos bien», le digo. Y con el pie apuntando para cualquier lado, la pierna medio torcida y colgándose con sus manitos fuertemente de mi ropa, pregunta «¿Así?»

El pie va pasando de apoco, enganchándose en extraños pliegues que la tela se supone que no debería hacer en un pantalón que se ha vuelto el fuelle de un acordeón. Los deditos de los pies se van metiendo en cada uno de los rincones de los que se ha llenado ahora la prenda. Parece que nunca veremos aparecer alguna parte de su cuerpo por el otro lado, pero al fin, mientras el niño se ha caído por tercera o cuarta vez, una de las cuales casi me hace caer a mí también, medio transpirados los dos, en medio de un clima cada vez más poblado de la vehemencia del mensaje oral ¡para que le llegue!, para que entienda de una vez por todas ¡lo fácil que es ponerse un pantalón!, el pie sale del otro lado.

Lo celebramos como si hubiésemos ganado un campeonato mundial de algo. La carita del niño se llena de alegría, como si hubiera ocurrido un milagro, como si hubiera visto a Papá Noel volando con su trineo a plena luz del día. Yo lo aliento, lo celebro, lo felicito.

Ha sido difícil explicar, transmitir la idea, ayudar, desintelectualizarlo todo para intentar hacer lo que no tiene sentido decir. Lo logramos, con mucho esfuerzo por parte de los dos.
Ahora, tiene que ponerse la otra pierna del pantalón.

Pablo Rego ©2020

Foto: www.freepik.com

domingo, 19 de enero de 2020

Volar es el destino de quien utiliza sus alas.



¿Por qué las formas se confunden y la manera de sentir el dolor se repite en cada ciclo?

Quizás sea posible ignorar o distraerse, pero no adrede.
La vista puesta en el horizonte, la línea curva que demuestra que son múltiples los caminos del destino. Dirigirse hacia el final para llegar a ese punto en el que todo comienza.

Un juego que despega los pies del suelo, que despeina, que emociona. Una actitud condenada y combatida.

Seguir los sueños o ir hacia ese lugar imaginado despierta la ignorancia de los otros y la confianza de los unos. Y uno es de los unos. Y está más convencido que todos.

Destruir los lazos de la propia historia requiere de la propia muerte. Muerte para renacer, muerte para acabar con las palabras y los gestos de los precedentes. Destruir la voz de la propia condena implica saltar sin red, subir al propio Rocinante y avanzar un poco más en esa historia.

Una vida cotidiana la protagoniza cualquiera. Cualquiera sabe lo que hacer cuando llega el momento y todos están señalando el próximo paso. El sufrimiento auto-impuesto del deber de elegir  sólo es comprendido por algunos. Mientras tanto, el resto saca ventaja y avanza inexorablemente hacia el próximo engaño.

Sostener en el tiempo la naturaleza psíquica y sus relaciones con los sentimientos y avanzar con esa incertidumbre a cuestas comienza a llamar la atención de los otros que viven en el error por no comprometerse con la búsqueda interior para comprender. El vuelo de uno llama la atención de muchos.  Y el combatido comienza a ser admirado, pero su soledad e incertidumbre continúan hirviendo en el interior.

Porque la simplificación de la existencia nunca llega, porque el punto deseado, justo en la línea del horizonte, vuelve a moverse y a tentar a las utopías y a los sueños para que lo sigan.

Desengaño, decepción, desilusión. Replegar las alas para tocar tierra firme y aterrizar en un nuevo (y no por eso desconocido) mar de lágrimas.

Papeles, cartas, poderes, acusaciones, lucha y más lucha para ser dueños del engaño. Quejas, dolor y llanto para demostrar la disconformidad.

Seres humanos niños que nunca evolucionan, niños que no crecen, criaturas que pasan el tiempo conectados a un sistema de muerte e ilusión. Niños que ejercen el poder, niños que juzgan, niños que se reproducen, que conducen por las calles y que educan a otros niños para que aprendan a vivir en la ficción.

Andar con las alas replegadas (o mejor, disimuladas) por entre los niños y sus instituciones.

Y esa simple inocencia que despierta la ternura y la sonrisa provoca el juego, la relajación, un momento de distracción en busca del olvido y la consiguiente alegría. Pero la inocencia debe estar ligada a la fuerza. Un loco o un inconsciente que disponga de poder se vuelve dañino. Y estos niños, ingenuos y básicos, ostentan las herramientas que han sabido conseguir por permanencia. El juego se vuelve catarsis, los deseos reprimidos empujan a la acción, los movimientos se vuelven agresivos y lo aparentemente intrascendente se torna cuantitativamente destacado. Los niños se han vuelto violentos, entre sí y para quien juega con ellos.

Ellos son la autoridad. El poder es una relación de fuerzas. Los millones de niños que habitan las ciudades y las casas de los gobiernos están descontrolados, como niños que son.

Y desplegar las alas vuelve a ser un recurso utilizado. Platón lo ha dicho de su maestro y otros viejos, antes y después, han utilizado ese dispositivo simple que sólo sirve para volar y no ser destruido.

Pero no hay sitio a donde ir. Los refugios son difíciles de hallar porque sólo así pueden ser preservados. Y escasean. Volar es el destino de quien utiliza sus alas. Nunca lo será construir casitas de ladrillos, con las paredes blanqueadas y un jardín florido y mucho menos levantar castillos ni instituciones.

Y el cielo que es surcado por voladores anónimos y conocidos está siempre ahí para ellos, para que levanten sus miradas y recuerden que también es propia de los humanos la facultad de volar. Pero nada debe tenerse para emprender ese camino que implica liviandad para conseguir la libertad y el vuelo.

Pablo Rego © 2004