martes, 25 de agosto de 2020

La pianista, una historia de mi infancia y la memoria de mi padre.

por Pablo Rego | Contemplo silencioso el poder creativo de una artista que convoca con su piano a un público real mediante la virtualidad. Será el toque, la manera de atacar, será el sonido potente de sus manos sobre el teclado. La música es uno de los tantos misterios que los humanos hemos recibido como talentos o regalos divinos y cuando esa magia cobra vida colapsa la lógica de la mente.

La pianista abarca el teclado, lo despierta de su aparente inmovilidad y le da la vida a través de una vibración que anima a las cosas. El sonido, que entra y sale por los dispositivos mediante una transmisión en vivo de una masiva aplicación de red social, es tan curiosamente parecido al de un viejo grabador de cinta abierta que su genialidad inspiradora de cada interpretación genera en mi mente una búsqueda inconsciente de momentos felices que alguna vez fueron registrados en mi memoria.

Pero es este sonido y no otro. Un sonido de tangos en un piano. Un sonido que pasa por una estrechez tecnológica, pero sin interrumpir la música. En este tiempo estamos todos un poco enajenados, pero la artista se enajena de la enajenación en esos ratos de interpretación magistral, casi divina, dando todo de sí; se nota que lo da.

Y quizá sea esa la pasión que tenía mi viejo cuando tocaba sus tangos con tanta fuerza, como volando, porque al tocar esos tangos de Di Sarli, de Fresedo o de Firpo que tanto le gustaban, se revelaba contra las reglas elitistas de la interpretación de la música clásica (que escuchaba día y noche en la radio en su taller) que tanto lo habían torturado hasta convertirse en concertista solista en su adolescencia.

Ahora, la pianista crea un clima íntimo, de teatro-living, en su casa, a través de una imagen pequeña, en donde se ve la izquierda en la derecha y la derecha en la izquierda, la imagen a través de la pantalla de un paisaje segmentado que poco a poco se va transformando en una translucidez de una vida vivida en primera persona. Ese clima de disfrute verdadero del artista y del oyente, típico de una sobremesa de sábado a la noche o domingo al medio día.

Eso que tocaba mi papá, “La casita de mis viejos”, “María”, “Griseta”, entre muchos otros, van sonando. La artista, ahora, los va tocando, sacándolos de su memoria o accediendo a pedidos de admiradores conectados, con esa pasión que reconozco, auténtica.

Y me voy, me quedo mirando la nada, escuchando su impresionante interpretación, su conocimiento de la cultura que le permite sacar versiones de la galera, ahí mismo, ahí nomás, llenando los huecos mentales de las partituras con ingenio inteligente y repentización de barrio.

El sonido que me llega me hace recordar a mis tiernos cuatro, cinco o nueve años, cuando mi viejo se sentaba a tocar en el living de la casa de mi abuela o en la casa de sus tías en el barrio porteño de  Flores. Todos parábamos la fiesta. Todos escuchábamos. Como escucho ahora, casi en otra dimensión, a la música que está en su propia dimensión.

Durante años atesoré ese recuerdo de papá tocando el piano para a la familia y los amigos. Luego las cosas cambiaron y aquella época se transformó en entonces en eso, en un bello recuerdo de mi infancia porque la familia cambió, esas mesas de aquellas reuniones dejaron de existir y mi viejo no tocó más esos tangos para todos.

Tanto me esforcé en conservar aquellos recuerdos que llegué estudiar el piano, a preparar intensamente el examen para rendir ciclo en el viejo Conservatorio Nacional de Música Carlos  López Buchardo, a estudiar allí la música que mi papá había estudiado. Yo tenía entonces varios más de veinte años de edad e iba a tocar el viejo piano-pianola  triste y solitario de la casa mi abuela, que se me hacía abandonado. Y luego de un tiempo no toqué más, sin saber por qué, como tampoco sabía entonces que el impulso para darle vida a la música en el piano tenía mucho que ver con rescatar aquellos momentos únicos de mi infancia.

Era la década de los setenta. Alguien cercano a la familia que tenía un grabador de cinta abierta registró una de las sesiones mágicas de tangos, valses y milongas con mi viejo al piano, rodeado del cariño y la admiración de sus seres queridos. Tiempo después la reproducción de aquella grabación se me hacía fascinante. La tecnología casera de aquel entonces, aquellos micrófonos y el sonido de la cinta magnética dejaron grabado a fuego un registro que revivió a través de la escucha en una nueva situación, un sonido en vivo captado de manera casera como aquel, pero que ahora viaja por las redes y se escucha en directo.

Conocía a la artista convocante, pero la reconocí a través de sus conciertos en vivo, así, en cuarentena, a cientos de kilómetros de mi Buenos Aires natal, conectando con esas vibraciones, con esas frecuencias que trajeron a mi memoria del corazón a mi padre, que se fue hace poco, en medio de las restricciones de la declarada pandemia, pero también exorcizando una historia de décadas en mi vida, los motivos por los que movía cielo y tierra, hace un tiempo atrás, para que el piano sonara como cuando era un pibe y por los que un día dejé de tocar.

La pianista me contó una historia metafísica de mi propia vida, de la música, de mi familia que yo mismo desconocía. Con su arte sincero, con su compromiso por con las formas del misterio de la música, con la alquimia de la interpretación de un mundo cultural que compartimos y que ella hace vivir con el sólo hecho de liberarse sobre el teclado para dejar salir tantas horas de estudio, tanta pasión, tanto corazón.

Gracias Marina Ruiz Matta, escucharte fue un viaje y te sigo escuchando, mientras escribo, mientras te pido que toques “Bahía Blanca” y lo bordás, porque el sonido de tu piano acaricia mi alma y me ayuda a andar más liviano… y más emocionado,  también. Gracias.

©Pablo Rego (agosto de 2020)


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