¿Por
qué las formas se confunden y la manera de sentir el dolor se repite en cada
ciclo?
Quizás
sea posible ignorar o distraerse, pero no adrede.
La vista puesta en el horizonte, la
línea curva que demuestra que son múltiples los caminos del destino. Dirigirse
hacia el final para llegar a ese punto en el que todo comienza.
Un
juego que despega los pies del suelo, que despeina, que emociona. Una actitud
condenada y combatida.
Seguir
los sueños o ir hacia ese lugar imaginado despierta la ignorancia de los otros
y la confianza de los unos. Y uno es de los unos. Y está más convencido que
todos.
Destruir
los lazos de la propia historia requiere de la propia muerte. Muerte para
renacer, muerte para acabar con las palabras y los gestos de los precedentes.
Destruir la voz de la propia condena implica saltar sin red, subir al propio
Rocinante y avanzar un poco más en esa historia.
Una
vida cotidiana la protagoniza cualquiera. Cualquiera sabe lo que hacer cuando
llega el momento y todos están señalando el próximo paso. El sufrimiento
auto-impuesto del deber de elegir sólo
es comprendido por algunos. Mientras tanto, el resto saca ventaja y avanza
inexorablemente hacia el próximo engaño.
Sostener
en el tiempo la naturaleza psíquica y sus relaciones con los sentimientos y
avanzar con esa incertidumbre a cuestas comienza a llamar la atención de los
otros que viven en el error por no comprometerse con la búsqueda interior para
comprender. El vuelo de uno llama la atención de muchos. Y el combatido comienza a ser admirado, pero
su soledad e incertidumbre continúan hirviendo en el interior.
Porque
la simplificación de la existencia nunca llega, porque el punto deseado, justo
en la línea del horizonte, vuelve a moverse y a tentar a las utopías y a los
sueños para que lo sigan.
Desengaño,
decepción, desilusión. Replegar las alas para tocar tierra firme y aterrizar en
un nuevo (y no por eso desconocido) mar de lágrimas.
Papeles,
cartas, poderes, acusaciones, lucha y más lucha para ser dueños del engaño.
Quejas, dolor y llanto para demostrar la disconformidad.
Seres
humanos niños que nunca evolucionan, niños que no crecen, criaturas que pasan
el tiempo conectados a un sistema de muerte e ilusión. Niños que ejercen el
poder, niños que juzgan, niños que se reproducen, que conducen por las calles y
que educan a otros niños para que aprendan a vivir en la ficción.
Andar
con las alas replegadas (o mejor, disimuladas) por entre los niños y sus
instituciones.
Y
esa simple inocencia que despierta la ternura y la sonrisa provoca el juego, la
relajación, un momento de distracción en busca del olvido y la consiguiente
alegría. Pero la inocencia debe estar ligada a la fuerza. Un loco o un
inconsciente que disponga de poder se vuelve dañino. Y estos niños, ingenuos y
básicos, ostentan las herramientas que han sabido conseguir por permanencia. El
juego se vuelve catarsis, los deseos reprimidos empujan a la acción, los
movimientos se vuelven agresivos y lo aparentemente intrascendente se torna
cuantitativamente destacado. Los niños se han vuelto violentos, entre sí y para
quien juega con ellos.
Ellos
son la autoridad. El poder es una relación de fuerzas. Los millones de niños
que habitan las ciudades y las casas de los gobiernos están descontrolados, como
niños que son.
Y
desplegar las alas vuelve a ser un recurso utilizado. Platón lo ha dicho de su
maestro y otros viejos, antes y después, han utilizado ese dispositivo simple
que sólo sirve para volar y no ser destruido.
Pero no hay sitio a donde ir. Los refugios
son difíciles de hallar porque sólo así pueden ser preservados. Y escasean.
Volar es el destino de quien utiliza sus alas. Nunca lo será construir casitas
de ladrillos, con las paredes blanqueadas y un jardín florido y mucho menos
levantar castillos ni instituciones.
Y
el cielo que es surcado por voladores anónimos y conocidos está siempre ahí
para ellos, para que levanten sus miradas y recuerden que también es propia de
los humanos la facultad de volar. Pero nada debe tenerse para emprender ese camino
que implica liviandad para conseguir la libertad y el vuelo.
Pablo Rego © 2004